Por Juan de la Cruz Mayo
(Como habréis podido observar ,varias personas colaboran en mi blog ,mandándome historias ,poesías, fotos y otras muchas anécdotas de mi pueblo ,esta seguro os gustara )
Cuando uno es un jovenzuelo suele creerse que ha conquistado la razón simplemente porque, en apariencia, superó la niñez. Desde esa perspectiva nos encaramamos en una arrogancia miope que nos impide apreciar poco más allá de las tres o cuatro cosas que creemos que nos conciernen directamente.
Yo no creía que me concerniera el que se marchara del pueblo Don Macario y como entonces ya disponía de libertad para no ir misa, alguien debió convencerme, excitando mi curiosidad, para que acudiera aquel domingo a su última ceremonia.
Estuve presenciándola desde la tribuna, aunque en esta ocasión presté, como el resto de los que allí estaban, bastante más atención que otras a aquella liturgia concelebrada con un sacerdote amigo suyo que vino a arroparle en momento tan especial. De todas maneras, desde allí arriba no fui capaz de percibir ni la solemnidad, ni tampoco la melancolía que embargaba a la mayoría de los que ese día llenaron el templo. Mi escepticismo me impedía implicarme, por eso tampoco llegué a apreciar la emoción ni las lágrimas del anciano protagonista. Creo que sólo me interesaba el futuro: enterarme de qué iba a pasar; y con esas orejeras, me sorprendió enormemente ver tanta gente llorando a la salida. Lloraban lágrimas verdaderas; no eran esos alaridos histéricos, algunas veces reales, pero bastantes veces exagerados, que yo había presenciado, también a la puerta de la iglesia, en algún entierro. El de aquel día era un extraño sepelio que compartían casi todas las familias.
Con aquel hombre se marchaba demasiado tiempo: miles de horas vividas en ese mismo templo en forma de misas, rosarios, viacrucis, flores de mayo, novenas, pasiones, sermones de las siete palabras... Sobre todo, se estaba yendo nada menos que el testigo de los acontecimientos fundamentales de todas esas vidas, casamientos, bautizos y comuniones, y más que ninguna otra cosa, sus extremaunciones y sus funerales: las últimas palabras dichas a los muertos, rematadas con la media palada de tierra que echaba entonces dentro del ataúd, estaban ligadas a aquel hombre que iba a desaparecer para siempre de nuestras vidas. Pero también ese cura se llevaba nuestros pecados, todos los pecados confesados, los confesables y los inconfesables. Los pecados agrupados por familias, por barrios o por cuadrillas de amigos o de amigas. No debía ser difícil, con toda esa información, desde el púlpito, redondear la geografía moral del pueblo, mirando a la cara de sus habitantes que, aunque pareciera un mapa falso, endomingado, para él resultaría transparente, cuadriculado, sobre todo después llevar de treinta años absorbiendo desde aquella esquina oscura del confesionario -ya fuera de frente, con la puerta franca para los hombres, ya fuera de lado y con celosía por medio, para las mujeres- todo lo interesante o aburrido que tuvo la gente que ir a contarle como intermediario de dios.
Mis recuerdos de esa parte de la vida son más pequeños que los de aquéllos y aquéllas que se emocionaban. Por la situación de mi casa, muchas veces tenía que pasar por la puerta de la iglesia para ir casi a cualquier lugar. Allí en el centro del recinto -“del cementerio”- estaba el grueso olmo que yo no fui capaz de escalar tan pronto como otros, que se secó y desapareció, asolado por la peste que acabó con todos los grandes de su especie. Muchas tardes el olmo estaba acompañado por aquella otra figura enorme, -medio olmo por lo menos-, que hacía paseos con las manos a la espalda, bajo el atrio de la iglesia. Igual que su compañero árbol, el tallo de Don Macario también partía directamente del suelo, aunque este tronco era de tela negra y tenía una fila de grandes botones que ascendían desde las losas del pavimento, remontando la montaña de su indisimulable barriga, hasta llegar a su gran cabeza pálida, como la de un de angelote viejo, que algunas veces remataba una boina. El niño bien enseñado que era yo, se acercaba y se plantaba delante de aquel hombre a formular el "Avemariapurísima"; entonces recibía el "Simpecadoconcebida" acompañado de su carnosa mano derecha vuelta boacaabajo para que se la besara. Yo tomaba aquella mano con mi manita y después de darle un beso ya podía seguir mi camino.
Había un detalle preocupante: el dedo índice de la mano derecha de Don Macario tenía muchas veces un inquietante color marrón. Ese color, aunque no tuviera ese “olor” que fácilmente se le asocia, consiguió desanimarme de pasar por la puerta de la iglesia, y comencé a tomar caminos que me alejaban de la iglesia.
Una tarde, comentando otras guarradas con los muchachos, alguien me tranquilizó afirmando que aquel marrón efectivamente no era caca: es que el señor cura se manchaba de marrón liando cigarros; fumaba "Ideales".
Mis recuerdos religiosos comienzan con la catequesis preparatoria de mi comunión. En aquellos tiempos andaba yo preocupado por mi primera confesión, porque no tenía hecho ningún pecado en siete años y no sabía qué podía decir en esa cita trascendental.
Menos mal que, oportunamente, Santi “el Furraquillo” también llamado “Pirri” nos indujo a unos cuantos, para ir robar esa primavera manzanas al huerto de Tío Pichón. Pirri era más mayor, y por tanto conocía mejor la vida, pero aquella inducción no fue tan oportuna: las manzanas estaban completamente verdes. Para colmo, nos pilló Tio Pichón y nos ganamos una buena bronca de nuestros padres. El único resultado positivo fue que ya yo había conseguido por fin manchar mi alma manchada de pecado, así que tenía algo que confesar. Pero en aquel momento, me entró un poco de aprensión, pues no sabía (creo que nunca lo supe) si aquel pecado era venial o mortal. Como no iba a poder confesarme hasta dos meses después, me encontraba en peligro de ir al infierno, por eso me molestó mucho la falta de solidaridad de mi amigo Carlos “Escarolo” que, como ya había tomado el año anterior su primera comunión, se confesó casi inmediatamente para lavar el pecado. Y yo, mientras tanto, daba vueltas, porque ya tenía uso de razón: si me moría en ese tiempo iría directamente a las calderas de Pedro Botero. Aunque otras veces discurría que a lo mejor sería un pecado venial, teniendo en cuenta que las manzanas estaban verdes, además de que, cuando nos pillaron, yo escupí el cacho que me estaba comiendo. No sé por qué a Adán no se le habría ocurrido eso para evitar su expulsión del paraíso. De todos modos, durante esos dos meses tuve cuidado especial de no meterme en peligros, para no morirme, por si acaso.
Pasados esos meses, aquella trastada me sirvió efectivamente para que la primera conversación a solas con Don Macario no fuera un mero trámite. Después de confesar este prometedor primer pecado que me costó una buena penitencia, -habría de todo: un yo pecador, una salve, un señormiojesucristo, y padrenuestros con sus correspondientes avemarías y gloriaalpadre, gloriaalhijo...- mis confesiones fueron ya mucho más aburridas, porque nunca más cometí pecados dignos de mención, con lo que mis posteriores penitencias no solían exceder de un padre nuestro y un avemaría. Aunque las rezaba con higiénica lentitud, no como don Macario que despachaba la absolución con un susurrante y vertiginoso “egoteabsolvoinnominepatris y noséquémás.
Creo recordar la emoción al ir a recibir de su mano al cuerpo de Cristo transfigurado en mi primera hostia consagrada, pero si he de decir verdad, tengo más presente la imagen de las que Don Macario le daba sin consagrar a Luisito “Calino” en la catequesis a la que asistíamos después del rosario, ¡Qué maluto era aquel muchacho!. De cualquier modo, las más importantes hostias comulgadas por mí, fueron las que me esforcé en tomar cada uno de los siete primeros viernes de mes, en el año 1972 y 73.
Con ocho años me gané el cielo; aquello si que fue clarividencia y precocidad. Recuerdo mi satisfacción en ese glorioso minuto de reflexión en que debíamos permanecer arrodillados después de comulgar. Al terminar aquella última eucaristía, tenía que volver a la escuela -la licencia que nos dio la maestra no sobrepasaba el tiempo estricto de la misa- y todos los compañeros que acabábamos de cumplir los siete viernes, regresamos con la garantía de haber escapado para siempre de las llamaradas del infierno, pero, sobre todo, de aquel espantoso reloj que repetía sin cesar "sin fin, sin fin".
Haciendo memoria, puedo recordar otras cosas de la iglesia. Por ejemplo, existía una noche al año, (siempre era a final del invierno pero todavía cuando las tardes eran cortas y se perturbaba en menor medida el trabajo) en que se hacía la misa de los hombres; lo que se llamaba confesión general. Por la tarde de ese día, venían un par de curas a ayudar a Don Macario a confesar industrialmente a los varones que no practicaban este sacramento con regularidad; es decir, al noventa por ciento. Como debía hacer mucho frío en los confesonarios, los monaguillos estaban de servicio permanente para acudir cada cierto tiempo a la vecina panadería de “Canoncho”, llevando y trayendo, cogidos con unos ganchos de hierro para no quemarse, ladrillos calentados en su horno, para que los pies de aquellos curas aguantaran quietos y sin brincar de frío, todos los relatos del último año de pecados masculinos del pueblo. Esa misma noche –para no dar a los hombres tiempo a pecar- se celebraba una misa en la que se formaba una fila tan larga de comulgantes, que llegaba hasta debajo de la Tribuna. Ésa era la única vez que podía verse a mucha gente (entre ellos a mi padre) en aquella cola. A aquel acto se le conocía por "cumplir con la iglesia".
A mí lo que más me emocionaba era el cántico que hacían los Jueves Santo, durante la procesión que tenía lugar dentro de la Iglesia, que iba desde el altar hasta el monumento de la Virgen del Tránsito. Sonaba el "Tantum ergo" cantado a dúo por don Macario bajo palio y marcando el compás con el incensario, y el Sacristán (Tío Sacris) desde la tribuna, arropados los dos por el coro de mujeres en el que no sé por qué siempre se distinguía perfectamente la voz de La Gerarda. Años más tarde me llevé un pequeño casete escondido para grabarme aquella música, pero el sustituto de Don Macario, Don Alejandro, tenía voz de lata abollada, además de que carecía casi absolutamente de oído musical. Borré esa grabación pues su penoso resultado me martirizaba el recuerdo de la otra versión gloriosa de aquel himno. Tampoco estaba ya La Gerarda.
En la misma Semana Santa se producían otros hechos excepcionales como la postración de los concejales ante la Cruz de Plata. Era todo un espectáculo verlos como se agachaban de dos en dos, sobre todo para nosotros los niños y las niñas, que lo veíamos en primera fila.
La causa inmediata de la partida de Don Macario fue la enfermedad y la vejez de La Feliciana, que era la señora que le atendía, y nadie más quiso o no llegó a un acuerdo para hacerse cargo. Las lágrimas de aquella mujer aquella mañana de la despedida fueron las más desgarradas. La pobre se sentía culpable de la tragedia que asolaba al pueblo y la gente se esforzaba en consolarla.
A partir de ese día Don Macario tuvo que resignarse a la jubilación, cuya edad ya tenía cumplida con creces, y aceptar marcharse a acabar sus días en la residencia del seminario de Ávila. Su hueco fue y será imposible de rellenar; aunque renacieran las vocaciones y los rebaños se volvieran a reunir, su estilo pertenece a otros tiempos.
La distancia trajo el olvido. Además, según creo, él no volvió más por el pueblo. Después de su muerte sonó una pequeña polémica sobre si el pueblo y sus representantes lo acompañaron como se debía, y si se tenía que haber facilitado el que sus restos vinieran a enterrarse a nuestro cementerio, que era el suyo.
Pero yo, que ya vivía en Avila, todavía pude verle en dos ocasiones más.
La primera fue realmente obscena, escandalosa. Me da pudor escribirlo, pero un día le vi paseando por el parque de San Antonio..., en pantalones. Sí, en pantalones. Los pantalones eran grises, del gris mas curil que pueda imaginarse, y también llevaba alzacuellos. Nadie podía decir desde ninguna distancia que aquel hombre no era un cura. Pero aquella imagen fue para mí espeluznante, demoledora; era lo mismo que si hubiera visto a mi abuela en pantalones.
No creo que nadie que no le viera, acierte a imaginarse a Don Macario sin sotana.
La última vez ya no me conoció, estaba decrépito y bastante más delgado. Le vi en los jardines de la Casa de Ejercicios del Obispado -que comunican directamente con el Seminario-. Yo estaba con un amigo mío, cuyo padre era el jardinero de ese sitio, y Don Macario paseaba o era sacado a pasear por otro cura. Viéndole quizá ya abandonado de sus facultades mentales, dije a mi acompañante:
- Ahí va la memoria de todos los pecados de mi pueblo.
Mi amigo me respondió:
- Hombre, no de todos. Alguno no se lo habrán confesado.
- Bueno, si no lo confesó el pecador, alguien lo confesaría por él.
Creo que pensé entonces en cómo la Iglesia se adueñaba de las flaquezas, de las intimidades, de los recelos, de las tentaciones y, sobre todo, de las consumaciones. Esa información, aunque los curas debieran olvidarla, se administraba en la memoria de estos pastores de almas, como un poder, como un instrumento de control hacia su rebaño. La confesión esa sumisión tan generosa de los feligreses era la mayor dejación que se le hacía al clero. Hoy, en la generación del ordenador y de internet donde la gente vierte falsas y verdaderas intimidades, con las que otros comercian, sabemos lo valiosa y lo ricos que se hacen algunos con el mercadeo de cualquier información, para las empresas, para los gobiernos, para la medicina. Con lo fácil que se lo poníamos a le iglesia de conseguirla sincera y de primera mano. Los curas siempre ha tenido ese as en las largas mangas de sus sotanas.
No sé si es por fortuna o por desgracia, pero la Iglesia como institución, (y ahí está su atraso) no pudo ni puede atesorar ni especular con los pecados, porque ¿cuántos datos tan curiosos, cuántas estadísticas tan fidedignas, tan interesantes para el conocimiento de tantos aspectos del ser humano podría usar la sicología, la criminología, la literatura..., si hubieran podido acceder a la información vertida en los confesonarios?. Pero cae en el pozo de una memoria personal, que al final se convierte, al no perdurar más allá de la vida del confesor, en un pozo de olvido. Y muerta la memoria se acabó también ese rastro de conocimiento humano.
Los pecados de mi pueblo se olvidaron en Ávila el 1 de marzo de mil novecientos noventa y tres(1)
(1)La fecha, que yo desconocía, me la puso Don David Gallego, cura con quien trabé amistad en Mombeltrán en 2007 después de leer este relato. Don David era natural de Mingorría, fue párroco de las Berlanas, precisamente uno de los que vino a concelebrar la misa de despedida de Don Macario.