jueves, 26 de abril de 2012

RECUERDOS Y OLVIDOS

Por Juan de la Cruz Mayo 

(Como habréis podido observar ,varias personas colaboran en mi blog ,mandándome historias ,poesías, fotos y otras muchas anécdotas de mi pueblo ,esta seguro os gustara )

Cuando uno es un jovenzuelo suele creerse que ha conquis­tado la razón simplemente porque, en apariencia, superó la niñez. Desde esa perspectiva nos encaramamos en una arro­gancia miope que nos impide apreciar poco más allá de las tres o cuatro cosas que creemos que nos conciernen directamen­te.

 Yo no creía que me concerniera el que se marchara del pueblo Don Macario y como entonces ya disponía de libertad para no ir misa, alguien debió convencerme, exci­tando mi curio­sidad, para que acudiera aquel domingo a su última ceremonia.
 Estuve presen­ciándola desde la tribu­na, aunque en esta ocasió­n presté, como el resto de los que allí estaban, bastante más aten­ción que otras a aque­lla liturgia conce­lebra­da con un sacerdote amigo suyo que vino a arroparle en momento tan especial. De todas maneras, desde allí arriba no fui capaz de perci­bir ni la solemni­dad, ni tampoco la melan­colía que embar­gaba a la mayoría de los que ese día llenaron el templo. Mi  escepticismo me impedía implicarme, por eso tampoco llegué a apreciar la emoción ni las lágri­mas del anciano prota­gonista. Creo que sólo me inte­resaba el futuro: enterarme de qué iba a pasar; y con esas orejeras, me sor­prendió enormemente ver tanta gente llorando a la salida. Llora­ban lágrimas verda­deras; no eran esos alari­dos histé­ri­cos, algu­nas veces rea­les, pero bastantes veces exage­rados, que yo había presencia­do, también a la puerta de la iglesia, en algún entierro. El de aquel día era un extraño sepelio que com­par­tían casi todas las familias.
 Con aquel hombre se marchaba demasiado tiempo: miles de horas vivi­das en ese mismo templo en forma de misas, rosa­rios, viacrucis, flores de mayo, novenas, pasiones, sermones de las siete palabras... Sobre todo, se estaba yendo nada menos que el testigo de los aconte­ci­mientos fundamentales de todas esas vidas, casa­mien­tos, bauti­zos y comuniones, y más que ninguna otra cosa, sus extremaunciones y sus fune­rales: las últimas pala­bras dichas a los muertos, remata­das con la media palada de tierra que echaba entonces dentro del ataúd, estaban ligadas a aquel hombre que iba a desapare­cer para siem­pre de nuestras vidas. Pero también ese cura se llevaba nuestros pecados, todos los pecados confesados, los confesables y los inconfesables. Los pecados agrupados por familias, por barrios o por cuadrillas de amigos o de amigas. No debía ser difícil, con toda esa información, desde el púlpito, redondear la geografía moral del pueblo, mirando a la cara de sus habitantes que, aunque pareciera un mapa falso, endomingado, para él resultaría transparente, cuadriculado, sobre todo después llevar de treinta años absorbiendo desde aquella esquina oscura del confesionario -ya fuera de frente, con la puerta franca para los hombres, ya fuera de lado y con celosía por medio, para las mujeres- todo lo interesante o aburrido que tuvo la gente que ir a contarle como intermediario de dios.


 Mis recuerdos de esa parte de la vida son más pequeños que los de aquéllos y aquéllas que se emocionaban. Por la situación de mi casa, muchas veces tenía que pasar por la puerta de la iglesia para ir casi a cualquier lugar. Allí en el centro del recinto -“del cementerio”- estaba el grueso olmo que yo no fui capaz de escalar tan pronto como otros, que se secó y desapa­reció, asolado por la peste que acabó con todos los grandes de su especie. Muchas tardes el olmo estaba acompaña­do por aque­lla otra figura enorme, -medio olmo por lo menos-, que hacía paseos con las manos a la espalda, bajo el atrio de la igle­sia. Igual que su compañe­ro árbol, el tallo de Don Macario también partía directamente del suelo, aunque este tronco era de tela negra y tenía una fila de grandes botones que ascen­dían desde las losas del pavimen­to, remontan­do la montaña de su indisimulable barriga, hasta llegar a su gran cabeza páli­da, como la de un de angelote viejo, que algunas veces remataba una boina. El niño bien enseñado que era yo, se acercaba y se plantaba delante de aquel hombre a formular el "Avemaria­purísima"; entonces recibía el "Simpe­cado­conce­bida" acompañado de su carnosa mano derecha vuelta boacaa­bajo para que se la besara. Yo tomaba aquella mano con mi manita y después de darle un beso ya podía seguir mi camino.
Había un detalle preocupante: el dedo índice de la mano derecha de Don Macario tenía muchas veces un inquietante color marrón. Ese color, aunque no tuviera ese “olor” que fácilmente se le asocia, consi­guió desanimarme de pasar por la puerta de la iglesia, y comencé a tomar cami­nos que me alejaban de la iglesia.
Una tarde, comentando otras guarradas con los muchachos, alguien me tranqui­lizó afirman­do que aquel marrón efectivamente no era caca: es que el señor cura se manchaba de marrón liando cigarros; fumaba "Idea­les".



 Mis recuerdos religiosos comienzan con la cate­quesis preparato­ria de mi comu­nión. En aquellos tiempos andaba yo preocupa­do por mi primera confesión, porque no tenía hecho ningún pecado en siete años y no sabía qué podía decir en esa cita trascen­dental.
Menos mal que, oportuna­men­te, Santi “el Furraqui­llo” también llamado “Pirri” nos indujo a unos cuantos, para ir robar esa primavera manza­nas al huerto de Tío Pichón.  Pirri era más mayor, y por tanto conocía mejor la vida, pero aquella induc­ción no fue tan oportuna: las manza­nas estaban completamente verdes. Para colmo, nos pilló Tio Pichón  y nos ganamos una buena bronca de nuestros padres. El único resul­tado positivo fue que ya yo había conseguido por fin manchar mi alma manchada de pecado, así que tenía algo que confesar. Pero en aquel momento, me entró un poco de apren­sión, pues no sabía (creo que nunca lo supe) si aquel pecado era venial o mortal. Co­mo no iba a poder confe­sarme hasta dos meses des­pués, me encon­traba en peligro de ir al infierno, por eso me molestó mucho la falta de solidari­dad de mi amigo Carlos “Escarolo” que, como ya había tomado el año anterior su primera comu­nión, se confe­só casi inmedia­tamente para lavar el pecado. Y yo, mientras tanto, daba vueltas, porque ya tenía uso de razón: si me moría en ese tiempo iría directamen­te a las calderas de Pedro Botero. Aunque otras veces discu­rría que a lo mejor sería un pecado venial, teniendo en cuenta que las manza­nas estaban verdes, además de que, cuando nos pillaron, yo escu­pí el cacho que me estaba comien­do. No sé por qué a Adán no se le habría ocurrido eso para evitar su expulsión del paraíso. De todos modos, durante esos dos meses tuve cuidado espe­cial de no meter­me en peli­gros, para no morir­me, por si acaso.
Pasados esos meses, aque­lla trasta­da me sirvió efectivamente para que la primera conver­sación a solas con Don Maca­rio no fuera un mero trámite. Des­pués de confesar este prome­tedor primer pecado que me costó una buena penitencia, -habría de todo: un yo pecador, una salve, un señor­mioje­sucristo, y padre­nues­tros con sus correspon­dien­tes avema­rías y gloriaalpadre, gloriaalhijo...- ­ mis confesiones fueron ya mucho más aburri­das, porque nunca más cometí pecados dignos de men­ción, con lo que mis posteriores peniten­cias no solían exceder de un padre nuestro y un avema­ría. Aunque las rezaba con higiénica lentitud, no como don Macario que despachaba la absolución con un susurrante y vertiginoso “egoteabsolvoinnominepatris y noséquémás.
 Creo recordar la emoción al ir a recibir de su mano al cuerpo de Cristo transfi­gurado en mi primera hostia consagrada, pero si he de decir verdad, tengo más presente la imagen de las que Don Macario le daba sin consagrar a Luisito “Calino” en la catequesis a la que asistíamos después del rosario, ¡Qué maluto era aquel mucha­cho!. De cualquier modo, las más importan­tes hostias comulga­das por mí, fueron las que me esforcé en tomar cada uno de los siete primeros viernes de mes, en el año 1972 y 73.
Con ocho años me gané el cielo; aquello si que fue clarivi­dencia y precoci­dad. Recuer­do mi satisfac­ción en ese glorioso minuto de reflexión en que debía­mos permanecer arro­di­llados después de comulgar. Al terminar aquella última eucaristía, tenía­ que volver a la escuela -la licencia que nos dio la maestra no sobrepasaba el tiempo estricto de la misa- y todos los compañeros que acabába­mos de cum­plir los siete viernes, regresamos con la garan­tía de haber esca­pado para siem­pre de las llamaradas del infierno, pero, sobre todo, de aquel espan­toso reloj que repetía sin cesar "sin fin, sin fin".

 Haciendo memoria, puedo recordar otras cosas de la iglesia. Por ejemplo, existía una noche al año, (siempre era a final del invier­no pero todavía cuando las tardes eran cortas y se perturbaba en menor medida el trabajo) en que se hacía la misa de los hombres; lo que se llamaba confesión general. Por la tarde de ese día, venían un par de curas a ayudar a Don Macario a confesar indus­trial­mente a los varones que no prac­ticaban este sacramento con regularidad; es decir, al noventa por ciento. Como debía hacer mucho frío en los confe­sonarios, los monagui­llos estaban de servicio perma­nente para acudir cada cierto tiempo a la vecina panadería de “Canoncho”, llevando y trayendo, cogidos con unos ganchos de hierro para no quemar­se, ladri­llos calentados en su horno, para que los pies de aque­llos curas aguantaran quietos y sin brincar de frío, todos los relatos del último año de pecados masculinos del pueblo. Esa misma noche –para no dar a los hombres tiempo a pecar- se celebraba una misa en la que se formaba una fila tan larga de comulgan­tes, que llegaba hasta debajo de la Tribuna. Ésa era la única vez que podía verse a mucha gente (entre ellos a mi padre) en aquella cola. A aquel acto se le conocía por "cum­plir con la iglesia".
A mí lo que más me emocionaba era el cántico que hacían los Jueves Santo, durante la procesión que tenía lugar dentro de la Iglesia, que iba desde el altar hasta el monu­mento de la Virgen del Tránsito. Sonaba el "Tan­tum ergo" cantado a dúo por don Macario bajo palio y mar­cando el compás con el incensario, y el Sacristán (Tío Sacris) desde la tribu­na, arro­pa­dos los dos por el coro de mujeres en el que no sé por qué siempre se dis­tinguía perfec­tamente la voz de La Gerarda. Años más tarde me llevé un pequeño casete escon­dido para grabarme aquella música, pero el susti­tuto de Don Macario, Don Alejandro, tenía voz de lata abo­llada, además de que carecía casi absoluta­mente de oído musical. Borré esa grabación pues su penoso resul­tado me marti­rizaba el re­cuerdo de la otra versión gloriosa de aquel himno. Tampoco estaba ya La Gerarda.
 En la misma Semana Santa se producían otros hechos excepcio­nales como la postración de los concejales ante la Cruz de Plata. Era todo un espectáculo verlos como se agachaban de dos en dos, sobre todo para nosotros los niños y las niñas, que lo veía­mos en primera fila.

 La causa inmediata de la partida de Don Macario fue la enfer­medad y la vejez de La Feliciana, que era la señora que le aten­día, y nadie más quiso o no llegó a un acuerdo para hacerse cargo. Las lágri­mas de aquella mujer aquella mañana de la despe­dida fueron las más desgarra­das. La pobre se sentía culpable de la tragedia que asolaba al pueblo y la gente se esfor­zaba en consolarla.

  A partir de ese día Don Macario tuvo que resig­narse a la jubilación, cuya edad ya tenía cumplida con creces, y aceptar marcharse a acabar sus días en la resi­dencia del seminario de Ávila. Su hueco fue y será imposible de rellenar; aunque renacieran las vocaciones y los rebaños se volvieran a reunir, su estilo pertenece a otros tiem­pos.
La distancia trajo el olvido. Además, según creo, él no volvió más por el pueblo. Después de su muerte sonó una pequeña polémica sobre si el pueblo y sus repre­sentantes lo acompaña­ron como se debía, y  si se tenía que haber facilitado el que sus restos vinieran a enterrarse a nuestro cementerio, que era el suyo.

Pero yo, que ya vivía en Avila, todavía pude verle en dos ocasiones más.
La primera fue realmente obscena, escandalosa. Me da pudor escribirlo, pero un día le vi paseando por el parque de San Antonio..., en pantalones. Sí, en pantalones. Los pantalo­nes eran grises, del gris mas curil que pueda imaginarse, y también llevaba alzacue­llos. Nadie podía decir desde ninguna distancia que aquel hombre no era un cura. Pero aquella imagen fue para mí espe­luznante, demoledora; era lo mismo que si hubiera visto a mi abuela en pantalones.
   No creo que nadie que no le viera, acier­te a imagi­narse a Don Macario sin sotana.
La última vez ya no me conoció, estaba decrépito y bastante más delga­do. Le vi en los jardines de la Casa de Ejercicios del Obispado -que comunican directamente con el Seminario-. Yo estaba con un amigo mío, cuyo padre era el jardinero de ese sitio, y Don Macario paseaba o era sacado a pasear por otro cura. Vién­dole quizá ya abandonado de sus facultades menta­les, dije a mi acompañante:
 - Ahí va la memoria de todos los pecados de mi pueblo.
Mi amigo me respondió:
 - Hombre, no de todos. Alguno no se lo habrán confesado.
 - Bueno, si no lo confesó el pecador, alguien lo confe­saría por él.

 Creo que pensé entonces en cómo la Iglesia se adueñaba de las flaquezas, de las intimidades, de los rece­los, de las tentaciones y, sobre todo, de las consumaciones. Esa información, aunque los curas debieran olvidarla, se administraba en la memoria de estos pasto­res de almas, como un poder, como un instrumento de control hacia su rebaño. La confesión esa sumi­sión tan gene­rosa de los feli­greses era la mayor deja­ción que se le hacía al clero. Hoy, en la generación del ordenador y de internet donde la gente vierte falsas y verdaderas intimidades, con las que otros comercian, sabemos lo valio­sa y lo ricos que se hacen algunos con el mercadeo de cualquier infor­mación, para las empresas, para los gobier­nos, para la medici­na. Con lo fácil que se lo poníamos a le iglesia de conse­guirla sincera y de primera mano. Los curas siempre ha tenido ese as en las largas mangas de sus sotanas.
­No sé si es por for­tuna­ o por desgra­cia, pero la Iglesia como institución, (y ahí está su atraso) no pudo ni puede atesorar ni espe­cular con los pecados, porque ¿cuántos datos tan curio­sos, cuántas estadísticas tan fidedig­nas, tan interesantes para el conoci­miento de tantos aspectos del ser humano podría u­sar la sicología, la criminolo­gía, la literatu­ra..., si hubieran podido acceder a la información vertida en los confe­so­na­rios?. Pero cae en el pozo de una memo­ria personal, que al final se convierte, al no perdurar más allá de la vida del confesor, en un pozo de olvido. Y muerta la memoria se acabó tam­bién ese rastro de conoci­miento humano.

Los pecados de mi pueblo se olvidaron en Ávila el 1 de marzo de mil novecientos noventa y tres(1)


(1)La fecha, que yo desconocía, me la puso Don David Gallego, cura con quien trabé amistad en Mombeltrán en 2007 después de leer este relato. Don David era natural de Mingorría,  fue párroco de las Berlanas, precisamente uno de los que vino a concelebrar la misa de despedida de Don Macario. 


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