Lleno de fuerza, orgulloso,
escapa de los perros
a trote suave, con pereza.
Remonta el bosque y traza un laberinto
de rastros entre pinos y carrascas
que únicamente expertos perdigueros
descifrarán más tarde, siempre más tarde,
cuando ya sólo sea una vaga promesa.
No le asustan las voces que le acosan,
ni los cuernos de caza, ni los tiros lejanos.
Nunca le atraparán si no se para,
porque sabe mejor que nadie
los misterios del bosque, cada huella.
Cuando descresta el cerro, le veo descender
por entre las encinas, confiado.
Al viejo jabalí, con la barbada blanca
del que ha sobrevivido a guerras y batidas,
no le importa que toda esta pureza
sea un reclamo en medio del follaje.
Nunca le atraparán si no se para.
Sin saber cómo ni por qué, de pronto
se da cuenta: los perros le han llevado
al límite del mundo, donde acaban
frondosos paraísos de hoja y de madera.
Un pinchazo en el lomo le obliga a detenerse,
receloso, detrás de una coscoja.
Levanta la cabeza para oler lo invisible,
y el frío de febrero le serena.
Si quisiera, podría dibujar
un trazado seguro entre los pinos
y almendros, alcanzar la otra cara del soto.
En cambio, si atraviesa a campo abierto
ganará tiempo y ahorrará fuerzas.
El camino más corto es tentador:
cuarenta metros y otra vez la vida.
Olfatea de nuevo buscando algún indicio
y el viento sólo le habla de fragancias,
de aromas de romero y de tomillo.
Nunca le atraparán si no se para.
Cuando arranca, no sabe
que ya la mano negra le encañona.
Yo soy la mano oculta
que llega hasta sus ojos, el disparo que acalla
a los perros, los cuernos y los gritos lejanos.
Yo soy la muerte
y he venido a buscarlo esta mañana.
Pere Pena |
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